Ixius se
levantó con dolor de cabeza. Apenas había dormido debido al frío, el hambre y
el miedo. Notaba el cuerpo entumecido y dolorido, y una vez más añoró el
mullido colchón y las sedas de la casa de su padre. Volvió a sentirse desgraciado.
Durante unos minutos se quedó rememorando el “incidente” por el que se vio
obligado a abandonar a su familia. Su pueblo. Su isla. Sus costumbres. Alinor
era ahora un lejano recuerdo, aunque no hacía más de dos meses que vagaba por
Tamriel, como un mendigo, con ropas harapientas y botas agujereadas. Dos meses
vagando en Tamriel pueden ser demasiados.
Skyrim, la tierra de los nórdicos, le pareció una tierra fría e inhóspita, llena de montañas, bestias y bárbaros a medio civilizar. El primer día de viaje atravesaron una cordillera helada, que hacía de frontera con Cyrodill. Unos cuantos lobos les acosaron hasta que Mel’ik, haciendo gala de una envidiable puntería, abatió al líder de la manada clavándole una flecha en el cuello. A Ixius le sorprendió la insistencia de los lobos. Que se atrevieran a seguir a una caravana denotaba lo agresivos que eran en aquella región. O lo hambrientos que estaban.
Tras su destierro, pensó que si quería sobrevivir, debía tener un nuevo hogar. Pese a su engreimiento, era consciente de que no es posible durar mucho tiempo sin pertenecer a un grupo. Al menos no con sus limitadas habilidades. Sabía dominar las llamas, en su versión más sencilla. Había aprendido un encantamiento primitivo de curación, pese a que esta rama de la magia nunca le había atraído, y era capaz de influir en el comportamiento de otros, instigando ira y furia. Pero conjurar en la seguridad de la escuela, frente a estatuas de piedra o frente a sus compañeros, no era igual que hacerlo frente a un orco que blande un hacha sangrienta y afilada.
Dejó caer
la leña y volvió corriendo, pero tuvo la precaución de ocultarse tras unas
rocas antes de que nadie se percatara de su presencia. Media docena de
bárbaros, vestidos con pieles de animales, atacaban a la caravana. Cuatro de
los khajitas yacían muertos. Mel’ik fue capturado y sometido a una brutal
paliza. Lo inmovilizaron entre dos corpulentos norteños, mientras era golpeado
por otro de ellos. El castigo se alargó por espacio de varios minutos hasta que
el jefe, un hombre de más de dos metros, grotescamente corpulento y gordo,
ordenó parar. Los bandidos soltaron al khajita que incapaz de mantenerse en
pie, se dobló como un muñeco de trapo, cayendo sobre sus rodillas. Con un
rápido movimiento de su hacha pesada, que Ixius hubiera tenido problemas para
levantar siquiera, el jefe de los bandidos rebanó la cabeza del hombre-gato.
Ixius
permaneció quieto, paralizado por auténtico terror, rezando a los ocho para que
no le localizaran. La cabeza había salido disparada por el brutal tajo, hasta
llegar a su escondite. Pero él no se movió. Apenas respiraba. Ni siquiera
varias horas después de que los bandidos desaparecieran con la caravana, se
atrevió a mover un solo músculo. Todo aquel tiempo lo pasó con la cabeza de
Mel’ik a sus pies, mirándole, acusándole…
Mientras
mordisqueaba la manzana podrida que era su único desayuno, intentó no pensar en
su tierra, pero pronto se arrepintió. La cabeza de Mel’ik, el Khajita,
sustituyó sus primeros pensamientos. La cabeza, seccionada del cuerpo que antes
gobernaba, había llegado rodando a sus pies, y mirándolo con los ojos húmedos,
detenidos en una inacabable expresión de horror, parecía hablarle. Con voz
lastimera, la cabeza le recriminaba. Sin palabras le llamaba cobarde.
Durante las
semanas que viajó con los khajita, atravesando Cyrodill, había llegado a
apreciarlos. No entendía sus costumbres, su subsistencia nómada, su forma de
vida, pero apreció la unión de su clan, la lucha por la supervivencia del
grupo, la capacidad de sacrificio. La cultura de Ixius, o lo que había
aprendido como su cultura, espoleaba el individualismo, la competencia, la
lucha interna, el ser zorro antes que conejo. Y sobre todo enseñaba la supremacía
altmer sobre las demás razas. No estaba habituado a convivir de una manera tan
estrecha con otros seres. Por eso se mostró hosco y callado la mayor parte del
tiempo que estuvo con ellos.
Jit’tha se
burlaba de él. Con su voz felina y alegre, le llamaba Ixius, el silencioso. Le decía, entre
risas, que se le había comido la lengua el gato, y entonces, subiendo su labio
superior, adquiriendo una extraña mueca, le mostraba sus afilados colmillos. El
altmer no se permitía dar rienda suelta a su enfado, a pesar de que las burlas
le irritaban y enfurecían. Ahora las echaba de menos. Extrañaba a Jit’tha y al
resto de la caravana. Se sentía solo. Estaba solo.
Una semana
antes, mientras atravesaban Bruma, el tiempo había cambiado. Se tornó más frío
e inclemente. Ixius, en las pocas ocasiones en que se creía a salvo, usaba su
arte para calentarse. Aunque trataba de no malgastar su energía. Sospechaba que
en cualquier momento esa energía podría ser vital. Y la llegada a Skyrim, una
semana después, se lo confirmó.
Skyrim, la tierra de los nórdicos, le pareció una tierra fría e inhóspita, llena de montañas, bestias y bárbaros a medio civilizar. El primer día de viaje atravesaron una cordillera helada, que hacía de frontera con Cyrodill. Unos cuantos lobos les acosaron hasta que Mel’ik, haciendo gala de una envidiable puntería, abatió al líder de la manada clavándole una flecha en el cuello. A Ixius le sorprendió la insistencia de los lobos. Que se atrevieran a seguir a una caravana denotaba lo agresivos que eran en aquella región. O lo hambrientos que estaban.
Sin más
contratiempos, dejaron la cordillera a sus espaldas y acamparon varias leguas
al sur de un lugar llamado Helgen. Mel’ik le mandó a por leña y agua mientras
montaban las tiendas. Era una rutina habitual. Generalmente, Jit’tha le
acompañaba, pero había pasado el día mareada y de mal humor. Así que fue solo.
Mientras recogía ramitas, intentando que estuvieran lo más secas posible, el
alto elfo pensó que quizá su suerte había cambiado.
Ixius era
un elfo alto y delgado, como correspondía a los estándares de su raza.. Siempre
fue bastante torpe para el uso de armas y arcos. Sin embargo, desde muy joven
había demostrado dotes para lo arcano. Incluso destacaba entre otros altmer de
su generación. En Alinor, sus maestros recomendaron a su padre que, al cumplir
la edad marcada, lo llevaran a la Universidad de la Hechicería. Su destino se
había fijado: sería un hechicero de Thalmor. Quizá, con el tiempo, llegaría a
ser Justicia Mayor o incluso Embajador.
De joven
soñaba con su brillante futuro y había aprendido a menospreciar a sus
congéneres. La educación Thalmor implica absorber el sentimiento de pertenencia
a una raza superior. Los altmer aprenden a despreciar al resto de razas de
Tamriel. A Ixius no le costó mucho desarrollar sus habilidades despreciativas.
Cuanto mejor se sabía, cuanto más hábil, cuanta más alabanza recibía, más
aumentaba su soberbia. Tanto que incluso veía como inferiores a sus propios
compañeros. Sus tutores alimentaban este sentimiento, considerándolo propio de
su estirpe. Su vida parecía seguir el cauce normal de un altmer de cuna noble
con talento. Hasta la noche en que todo cambió y perdió su futuro.
Tras su destierro, pensó que si quería sobrevivir, debía tener un nuevo hogar. Pese a su engreimiento, era consciente de que no es posible durar mucho tiempo sin pertenecer a un grupo. Al menos no con sus limitadas habilidades. Sabía dominar las llamas, en su versión más sencilla. Había aprendido un encantamiento primitivo de curación, pese a que esta rama de la magia nunca le había atraído, y era capaz de influir en el comportamiento de otros, instigando ira y furia. Pero conjurar en la seguridad de la escuela, frente a estatuas de piedra o frente a sus compañeros, no era igual que hacerlo frente a un orco que blande un hacha sangrienta y afilada.
Por eso
creía que el único lugar donde podría lograr sobrevivir, y quizá encajar, ahora
que tenía cerradas las puertas de Alinor, sería en el Colegio de Magos de
Hibernalia, si es que aún existía. En la Universidad Arcana habían estudiado
los lugares en donde se encontraban los otros centros de aprendizaje y poder
arcano. Recordaba que su maestro, Linon, había dicho que desde la desaparición
del Gremio de Magos, y sin contar con Alinor, el Colegio de magos de Hibernalia
era posiblemente el único sitio aceptable donde aprender los rudimentos de lo
arcano. Tan sólo tenía que llegar de una pieza. El único punto flaco de su plan
era que Hibernalia estaba al otro lado del mundo. Por eso, unirse a la caravana
khajita en Elsewyr, con destino final a Lucero del Alba, resultó ser un gran
acierto.
Ahora que
estaban al fin en Skyrim, le parecía que lo más difícil del viaje estaba hecho.
Había atravesado el Imperio y podía contarlo. Y aquella tarde, fresca y clara,
recogiendo la leña, se sintió por primera vez en mucho tiempo confiado y
esperanzado.
Mientras se
adentraba en el bosque, buscando ramas más grandes para juntar un buen haz de
leña, escuchó los gritos. El choque de aceros. El inconfundible silbar de
flechas.
A la mañana
siguiente, estaba solo de nuevo, en una tierra desconocida, salvaje y llena de
peligros. La imagen de la cabeza de Mel’ik retornaba una y otra vez. Una voz en
su mente le recriminó que tenía que haber hecho más. Era un altmer. Pero, ¿qué
podía haber hecho? Sus rudimentarios conocimientos mágicos no hubieran
derrotado a seis bárbaros fornidos y armados. Dudaba que el miedo le hubiera
permitido vencer a uno solo de ellos. Si hubiera intentado ayudar, hubiera
muerto junto al resto de integrantes de la caravana. No mereces otra cosa, escuchó a la voz en su cabeza…
Intentando
ignorar sus oscuros pensamientos, lanzó el corazón de la manzana que acababa de
devorar en un arbusto, y se puso en marcha de nuevo en dirección norte, hacia
Hibernalia.
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