22 de mayo de 2017

II. Hijos de la Tormenta

Ixius trató de embutirse mejor en su raída túnica de arpillera. A pesar de ser finales de Última Semilla, hacía el mismo frío que durante el mes del Amanecer en Alinor. Pensó que nunca lograría entrar en calor en esa tierra inhóspita. Avanzó por un estrecho sendero, con densa vegetación a ambos lados y perlado de grandes peñas. Tras girar a la izquierda, el camino se abrió a un pequeño claro. Al final del mismo, apoyado en un árbol, Ixius vio a un hombre que parecía estar aguardándole. Era alto, canoso, y vestía una armadura azulada. tenía la cara atravesada por una horrible cicatriz y le faltaba un ojo. De su cinto colgaban dos hachas de acero. Su actitud parecía relajada y segura. Con los brazos cruzados, su único ojo le miraba con desdén. Ixius receló y, mirándole fijamente, comenzó a invocar mentalmente las palabras arcanas que le permitirían invocar su precario poder.
El extraño sonrío y le dijo:
            - Si estuviera en tu lugar, no me molestaría en intentarlo. Caerás muerto antes de que puedas pronunciar una sola palabra.
Ixius bajó las manos y miró con más detenimiento a su alrededor. Pudo ver, entre las sombras de los árboles, las figuras de cinco o seis hombres. Alguno de ellos tensaban sus arcos, apuntándole directamente.
            - ¿Qué queréis? –preguntó desistiendo de una defensa. Ixius sabía que nada podría conseguir luchando contra media guarnición. La huida tampoco era una opción. Las flechas corren más rápido que los pies. Solo le quedaba encomendarse a la misericordia de Mara y no despertar demasiado interés en aquellos nórdicos. A fin de cuenta, ¿qué podría ofrecerles un mendigo como él?
            - Bueno, sin duda ya sabrás que no estamos en muy buenas relaciones con los de tu raza. -Las últimas palabras las pronunció de forma despectiva-. Pero creo que a Ulfric le gustará saber qué hace un Thalmor vagando tan cerca de nuestro campamento.
            Ixius no sabía por qué no estaban en buenas relaciones con su raza, ni quién era Ulfric, pero pensó que la mejor estrategia sería aclarar cuanto antes que él tampoco estaba en buenas relaciones con el resto de los altmer. Al menos no con los militantes Thalmor.
            - No soy un Thalmor –respondió.
El nórdico soltó un bufido.
            - Sé distinguir un alto elfo cuando lo veo. Igual que distingo una paloma de un grajo.
            - Soy un altmer, pero no soy Thalmor –insistió Ixius. – He sido desterrado de Alinor.
            - ¡Vaya! -río el tuerto-, tu gente siempre tan agradable. Para mí es como si una rata me dice que no es un ratón. Todos son roedores. Vas a venir con nosotros. Será Ulfric el que decida qué hacer contigo. Y recuerda, si intuyo siquiera que intentas hacer algo distinto de lo que te ordene, te abriré el gaznate y te colgaré de la rama más alta.
Tras un leve gesto de cabeza, Ixius se vio rodeado por otros hombres que vestían la misma armadura azulada. Uno de ellos le ató las manos, mientras otro le ponía un pañuelo en la boca y luego le colocaba una capucha. Cogido de ambos brazos, fue guiado durante un período de tiempo que, aunque no debió de ser demasiado, le pareció inacabable. Tras trastabillar en varias ocasiones, empezó a oír el ruido de un martillo moldeando el acero. Por un momento se sintió transportado, lejos del bosque salvaje, de vuelta a la civilización. Pero dudaba mucho que allí hubiera nada parecido a una ciudad. Conforme se acercaban al campamento, le llegaban nuevos olores. El penetrante aroma a caballo, el humo de un fuego, y sobre todos los demás, el innegable hedor de los humanos.
Al cabo, entre las sombras que le envolvían, intuyó que la claridad disminuía. Entonces alguien le retiró la capucha y le quitó el pañuelo de la boca. Ixius tardó unos segundos en adaptarse de nuevo a la luz. Se encontraba en mitad de una gran tienda, frente a él, tras una mesa de madera llena de mapas, vio a un nórdico, alto y rubio, de  aspecto severo y mirada penetrante, vestido con un abrigo de piel de indudable calidad.



Ixius entendió que de lo que dijera en los próximos segundos dependería su vida. Especialmente al sentir la afilada daga que el hombre tuerto, situado a su espalda, presionaba contra su cuello, no tan fuerte como para rasgar su piel, pero si lo suficiente como para que cualquier movimiento fuera fatal.

El resto de lujos de aquella tienda consistían en una cama, un fuego y un lujoso cofre.
            - ¿Y bien? –indagó el nórdico situado detrás de la mesa, al que llamaban Ulfric-, ¿qué te trae por aquí?
            - No soy una amenaza –respondió Ixius.
            - Eso lo decidiré yo. Responde a mi pregunta.
            - Voy camino de Hibernalia.
            - Estás muy lejos de Hibernalia.
            - Lo sé. He sido exiliado de mi tierra. Salí hace dos meses en una caravana khajita desde Elsewyr con la intención de  llegar al Colegio de Magos de Hibernalia. Pero ayer fuimos atacados por un hatajo de bandidos. – Aquella palabra volvió a su cabeza: Cobarde, y casi pudo ver de nuevo la cabeza cortada del khajita Me'lik-. Sólo yo sobreviví.
            - ¿Sabéis acaso quiénes somos?
            Ixius no lo sabía.
            Ulfric miró al nórdico de un solo ojo. Luego volvió a hablarle en tono sombrío y amenazante:
            - Soy Ulfric, jarl de Ventalia.  Y estos que están conmigo son los Capas de la Tormenta. Y nos hemos alzado contra del Imperio para liberar Skyrim. El Imperio se ha doblegado ante tu pueblo, elfo. Skyrim no será jamás un títere en manos de los Thalmor. Mi lucha es contra el Imperio, pero mi enemigo no es el Imperio. Mi enemigo son los de tu maldita estirpe. No pararemos hasta que expulsemos al último imperial y al último Thalmor de Skyrim.
            - Ya os lo he dicho. He sido desterrado de Alinor… de Estivalia. Ya no soy un Thalmor. Me matarán si alguna vez vuelvo allí.
            Ulfric meditó unos segundos.
            - ¿Puedes demostrar eso?
Ixius no sabía cómo hacerlo.
Tras unos momentos, el jarl habló, como si pensara en voz alta:
            - Puede que me estés diciendo la verdad, elfo, pero no puedo correr el riesgo. Si yo quisiera enviar un espía, le daría una buena coartada. Si te mato y en verdad eres un paria, no será una gran pérdida para nadie; pero si te dejo vivir y eres un espía… Podrías ser tremendamente dañino para nuestros intereses. Muchos de mis hombres podrían morir por tu culpa. Pondría en peligro a nuestra causa…
Ulfric miró fijamente los ojos del elfo durante un rato, tratando de encontrar en ellos la prueba definitiva que le permitiera adoptar una decisión justa. Ixius se dio cuenta de que, en el fondo, el líder de los Capas de la Tormenta no quería matarle. A pesar de ello, pudo ver en sus ojos que estaba acostumbrado a sobrellevar el peso de las decisiones difíciles. Ésas que hacen que un hombre justo no duerma bien por la noche. Antes de que se dictara sentencia, Ixius  supo cuál sería el veredicto.
Con voz queda, el nórdico pronunció una única palabra: Ejecutadlo.
El tuerto, sin poder evitar ocultar la satisfacción en su voz, respondió:
- Como ordenéis.
El corazón de Ixius se desbocó hasta casi unir un latido con el siguiente… Cerró los ojos incapaz de evitar el temblor que le invadió.
Un extraño silencio se apoderó de la tienda. Podía oír la profunda respiración de su captor, que le sujetó aún con más firmeza. Rápidamente, varias preguntas surcaron la mente del asustado elfo. ¿Qué tipo de procedimiento siguen los nórdicos en sus ejecuciones? ¿Lo harían allí mismo? Ixius esperó que no, no le pareció probable que mancharan de sangre las estancias del caudillo… Pero, por otro lado, eran bárbaros… Por si acaso, susurró las que pensaba podían ser sus últimas palabras, una breve oración a Auri-El. Y no había casi ni empezado a musitarla cuando un aullido desterró el silencio. Luego otro. Luego muchos, solapándose unos con otros. Gritos de pánico, de guerra, de desconcierto. La confusión de la batalla se adueñó de todo.
- ¡Por Talos! –exclamó el tuerto girándose-. ¿Qué demonios…?
Dos hombres vestidos con corazas entraron en la tienda. Tenían sendas espadas desenvainadas y cubiertas de sangre. Cada uno portaba un escudo con el símbolo del imperio labrado en ellos.
El tuerto lanzó a Ixius a un lado y, conminándolo a permanecer quieto, se lanzó a combatir a los imperiales. Ixius tropezó y cayó al suelo. Sin poder usar las manos para protegerse, se golpeó la cabeza contra un tocón. Antes de que la negrura se lo llevara vio cómo el tuerto, esquivando la espada de uno de sus oponentes, se las arreglaba para clavar su hacha en mitad de la frente del otro.

 

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