¡Era un dragón! Un enorme dragón negro.
Con el corazón aún desbocado, Ixius se dio
cuenta de que estaba vivo gracias a él, aunque no sabía si fue una mera cuestión de
suerte o existía algún propósito detrás. Los sucesos recientes, desde que
despertó, habían transcurrido de forma brumosa, como en un sueño.
Recuperó la consciencia en un
carromato, atadas las manos, junto a otros cuatro hombres. Entre ellos, Ralof,
el nórdico rebelde con el que estaba en ese momento. Los imperiales hicieron prisioneros a los pocos supervivientes de la contienda en la que Ixius
perdió el conocimiento. Los llevaron a un pueblo fortificado llamado Helgen
para ejecutarlos. Justo cuando el verdugo iba a rebanar la cabeza del alto elfo
ocurrió algo terrible que cambió el curso de los acontecimientos y le salvó la
vida. Un enorme dragón apareció y atacó aquel lugar dejado de la mano de Mara.
Los imperiales intentaron defenderse, pero sus armas eran ineficaces frente a
la bestia que, a fuego, dientes y garras, esparcía caos, destrucción y muerte.
A duras penas unos cuantos de los rebeldes lograron
escabullirse y ocultarse en los cuarteles del fortín. Dentro se produjeron varias
refriegas contra los imperiales, en la que murieron todos los rebeldes. Solo
Ralof, y el altmer lograron sobrevivir, aunque éste último sabía que si seguía
vivo no fue por su destreza en el combate. Tras el golpe no tenía la cabeza en
condiciones para tejer ni el más simple de los hechizos, así que se armó con
una espada y se vistió con una armadura de cuero de uno de los nórdicos
muertos. La armadura le sobraba por todos lados, pero evitó que uno de los
golpes que recibió de un rudo imperial le dejara manco. La espada se hendió en
el cuero reforzado de la pieza que cubría el hombro y, aunque consiguió
desgarrarla y abrirse paso, apenas le provocó una pequeña herida y una contusión que le dejó el brazo dolorido varios días.
En la sala de tortura, en un rincón, se almacenaba la ropa de los desgraciados que tuvieron la mala suerte de probar
las diferentes máquinas allí presentes. Tras rebuscar, Ixius encontró una
capucha y una túnica manchada de sangre y con una manga descosida, pero que se
le ajustaba mucho mejor que la armadura. Pensó que no parecía muy sensato
viajar por Skyrim vistiendo una armadura tres veces más grande que tu talla y
que además te identifica como un soldado rebelde contra el imperio.
Por suerte, casi todos los imperiales estaban
fuera del fortín, luchando contra el dragón, y los dos fugitivos avanzaron
bajando a las entrañas del bastión, buscando una forma de escapar. Y, gracias a Xarxes, dieron con ella: los calabozos estaban conectados con una
cueva. La salida de la gruta, oculta entre matorrales, les condujo a una zona
alejada varios cientos de pies del perímetro de Helgen.
Al salir de la cueva y por un escaso momento,
Ixius se sintió a salvo… Pero la sensación se desvaneció como una gota de agua
en el desierto cuando el terrible rugido de la bestia resonó. El corazón volvió
a latir con fuerza mientras el elfo y el nórdico buscaban un lugar en el que
ocultarse. Antes de que pudieran dar dos pasos, la sombra del dragón negro
sobrevoló sobre ellos. El rugido volvió a llenar el vacío e Ixius quedó
paralizado. Si los veía sería el fin… Pero el dragón pasó de largo; o porque
no los había localizado, o porque no les interesaba.
Durante un buen rato, los dos hombres
permanecieron agazapados detrás de una roca, esperando por si el animal volvía.
Al parecer, el peligro había pasado y Ralof, levantándose, le recomendó que se
dirigiera a un lugar cercano llamado Cauce Boscoso. Según el nórdico, era una
pequeña aldea donde podría encontrar cama y una comida caliente. Algo que tras
todo lo vivido, el elfo necesitaba con urgencia. Luego Ralof se despidió
argumentando que era mejor ir cada uno por su lado.
Ixius volvía a estar solo.
Meditó sobre su próximo paso. Podría hacer caso
al rebelde e ir a Cauce Boscoso. Si no estaba equivocado, era el camino más
seguro para dirigirse a Carrera Blanca. Desde allí buscaría algún
medio para viajar hasta Hibernalia.
Lentamente descendió por el empinado sendero
que, según el rebelde, le llevaría hasta Cauce Boscoso. El camino se fue abriendo a
un enorme valle atravesado por un caudaloso río. A lo lejos, coronando la otra
falda del valle, Ixius vio lo que en principio le pareció las costillas de un
cadáver de alguna bestia. Pero aquello debió de ser una bestia enorme… Gigantesca…
No. No eran costillas. Eran las ruinas de una edificación antigua. Jamás había
visto algo así. Recordaba, del tiempo que pasó cerca de la capital imperial
con la caravana khajita, haber observado restos de edificaciones de la antigua
cultura Ayleid. Pero estas ruinas eran totalmente diferentes. Se preguntó qué
extraña civilización las habría dejado allí. En otras circunstancias, le
hubiera gustado estudiarlo. Buscar libros polvorientos en bibliotecas olvidadas
que narraran los detalles de la antigua cultura y realizar un viaje para
explorar los restos ruinosos. Lamentablemente, ahora debía concentrarse en
sobrevivir. Llegar a un lugar civilizado de una pieza, comer algo, sanar las
heridas, descansar… Debía alcanzar estos pequeños objetivos antes de plantearse otros mayores.
Al bajar, casi antes de llegar al río, a la
izquierda, se fijo en tres piedras talladas, tres menhires situados en un
recodo del camino, con el azulado lago del que surgía el río de fondo. Aunque
estaba desfallecido, reunió las fuerzas suficientes para acercarse a echarles
un vistazo. Las rocas tenían talladas constelaciones. Una de las primeras
lecciones que aprenden los niños altmer es a interpretar las figuras en el
cielo nocturno. Ixius no conocía todas las constelaciones, desde luego, pero no
le costó reconocer la constelación del menhir central. Era la del Mago,
asociada con Mano de Lluvia.
Exhausto tras todo lo vivido, el alto elfo se
permitió un momento de descanso a los pies de aquella roca. Su pueblo siempre
había atribuido la constelación del Mago con Magnus, el Dios de la magia. Uno de
los dioses más venerados en Estivalia. Aquello despertó los recuerdos y, con ellos, vino la
añoranza. Ixius contempló su pasado con lástima y pesar; luego se centró en
su futuro. Era un paria, un hombre sin patria ni pueblo. Se sintió como un
barco que ya no tiene puerto al que volver y todo su mundo pareció desmoronarse
bajo sus pies. Incluso aunque en su cultura llorar era considerado como un
signo de debilidad y reprobado con saña, no pudo evitar los sollozos ni que las lágrimas brotasen de sus cansados ojos. Durante unos minutos, el elfo lloró
desconsoladamente, luego se rehizo, reprendiéndose severamente. Era posible que
no tuviera hogar al que volver, que ya no tuviera un pueblo, pero seguía con
vida. Tras todo lo que acababa de vivir, dragón incluido, no era poco. Aún
podía ser aquello para lo que se sentía predestinado. Altivo y orgulloso, se
juró, frente aquella piedra, que no cejaría hasta convertirse en un gran mago.
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